Navaja suiza

lunes, 27 de mayo de 2013

Muere el superviviente más anciano del Holocausto

Muere el superviviente más anciano del Holocausto
Leopold Engleitner. / Bernhard Rammerstorfer (Reuters)
El superviviente de más edad de los campos de exterminio nazis, Leopold Engleitner, falleció el pasado 21 de abril a los 107 años de edad, ha informado hoy un centro público austríaco que vela por la memoria histórica.
Engleitner pasó cuatro años, de 1939 a 1943, en los campos de concentración nazis de Buchenwald, Niederhagen y Ravensbrueck debido a su condición de objetor de conciencia y testigo de Jehová, ha recorddo el Centro de Documentación de la Resistencia Austríaca (DÖW, en alemán).
Su experiencia en esos campos de la muerte y el coraje con el que afrontó su situación ha sido reflejada en varios libros y documentales, en los que se subraya que incluso se negó a utilizar el obligatorio saludo nazi de "Heil Hitler".

Una vida de sufrimiento y valentía

Nacido el 23 de julio de 1905 en la región de Aigen-Voglhub (Alta Austria), en los años treinta se unió a los Testigos de Jehová, un credo perseguido durante el nazismo. Tras la anexión de Austria por la Alemania nazi en 1938, Engleitner no renunció a sus creencias religiosas, y además se negó a servir en el Ejército nazi o a trabajar en la fabricación de armamento. Esa actitud le llevó a ser internado en diversos campos de concentración a partir de 1939. Durante este tiempo, y aunque llegó a pesar sólo 28 kilos, no perdió el optimismo ni abandonó sus principios pacifistas, lo que se reflejó en su biografía 'Una voluntad inquebrantable', aparecida en 1999 en inglés y alemán.
A mediados de 1943 los nazis le permitieron abandonar el campo de concentración con la condición de aceptar un trabajo forzoso de por vida en una granja, de donde logró escapar y ocultarse en los bosques hasta que terminó la guerra. "Su vida estuvo marcada durante largo tiempo con un gran sufrimiento, privaciones, injusticia y humillación. Siguiendo a su conciencia, continuó su camino con valentía y con la confianza de Dios", ha escrito su amigo y biógrafo Bernhard Rammerstorfer en un comunicado en su página web.
En noviembre de 2012 aún pudo viajar a Estados Unidos para presentar un filme en el que relataba sus experiencias, titulado 'Ladder in the Lions' Den' (Escalera en el foso de los leones), producida por el mismo Rammerstorfer. Engleitner fue galardonado con la Medalla de Oro de la República de Austria, la Medalla de Plata del Estado Federado de Alta Austria y también con la Cruz de Servicio Distinguido de la República Federal de Alemania.

Aunque soy débil, soy poderoso
RELATADO POR LEOPOLD ENGLEITNER
El oficial de las SS sacó su pistola, apuntó a mi cabeza y preguntó: “¿Estás listo para morir? Voy a apretar el gatillo porque eres un caso perdido”. “Estoy listo”, contesté, intentando hablar con serenidad. Me armé de valor, cerré los ojos y esperé a que disparara, pero nada ocurrió. “¡Eres demasiado estúpido para morir!”, gritó, mientras apartaba la pistola de mi sien. ¿Por qué me hallaba en esta peligrosa situación?
NACÍ el 23 de julio de 1905 en Aigen-Voglhub, un pueblo enclavado en los Alpes austriacos. Mi padre, quien trabajaba en un aserradero, se casó con la hija de un granjero local. Aunque pobres, eran muy trabajadores. Yo era su hijo mayor, y mis primeros años los pasé en Bad Ischl, cerca de Salzburgo, un lugar rodeado de hermosos lagos e imponentes montañas.
De niño pensaba mucho sobre las injusticias de la vida, no solo porque mi familia no tenía recursos, sino también porque yo sufría de una desviación congénita de la columna. El dolor de espalda que me producía esta enfermedad hacía que fuera casi imposible andar erguido. En la escuela no se me permitía participar en las clases de gimnasia, y por lo tanto, me convertí en objeto de burla de mis compañeros.
Al terminar la I Guerra Mundial, cuando tenía apenas 14 años, decidí buscar un empleo para librarme de la pobreza. Siempre tenía un hambre atroz, y me sentía aún más débil cuando me subía la fiebre a causa de la gripe española, la cual había ocasionado la muerte de millones de personas. La mayoría de los granjeros a quienes les pedía trabajo me decían: “¿De qué me va a servir un debilucho como tú?”. Sin embargo, hubo un granjero bondadoso que me dio empleo.
Emocionado por el amor de Dios
Aunque mi madre era una católica devota, yo no frecuentaba la iglesia, principalmente porque mi padre tenía opiniones religiosas más liberales. En cuanto a mí, me molestaba la adoración de imágenes, una práctica muy común en la Iglesia Católica.
Un día de octubre de 1931, un amigo me pidió que lo acompañara a una reunión religiosa dirigida por los Estudiantes de la Biblia, como se conocía entonces a los testigos de Jehová. Allí recibí respuestas bíblicas a preguntas importantes como las siguientes: ¿agrada a Dios la adoración de imágenes? (Éxodo 20:4, 5); ¿existe el fuego del infierno? (Eclesiastés 9:5); ¿resucitarán los muertos? (Juan 5:28, 29).
Lo que más me impresionó fue el hecho de que Dios no aprueba las guerras sanguinarias del hombre, aunque se afirme que se pelean en Su nombre. Aprendí que “Dios es amor” y que tiene un glorioso nombre: Jehová (1 Juan 4:8; Salmo 83:18). Me emocionó saber que mediante el Reino de Jehová, las personas podrán vivir para siempre en un paraíso que cubrirá toda la Tierra. También aprendí acerca de la maravillosa perspectiva que tienen algunos seres humanos imperfectos que han sido llamados por Dios para participar con Jesús en el Reino celestial de su Padre. Estaba dispuesto a hacer cuanto fuera posible por ese Reino. Así que en mayo de 1932 me bauticé y llegué a ser testigo de Jehová, lo cual requirió valor en vista de la intolerancia religiosa reinante en la Austria católica de aquella época.
Hago frente al desprecio y a la oposición
Mis padres se horrorizaron cuando me di de baja en la iglesia, y el sacerdote enseguida lo anunció desde el púlpito. Los vecinos escupían en el suelo enfrente de mí en señal de desprecio. Sin embargo, estaba resuelto a ser ministro de tiempo completo y emprendí el precursorado en enero de 1934.
La situación política se hizo cada vez más tensa porque la influencia del partido nazi estaba aumentando en nuestra provincia. Cuando servía de precursor en el valle del Enns en Estiria, la policía siempre me pisaba los talones, y tenía que ser ‘cauteloso como serpiente’ (Mateo 10:16). De 1934 a 1938, la persecución fue parte de mi vida diaria. Aunque no tenía trabajo, rehusaban darme compensación por desempleo, y se me sentenció a varias condenas de prisión cortas y a cuatro condenas más largas por predicar.
Las tropas de Hitler ocupan Austria
En marzo de 1938, las tropas de Hitler invadieron Austria. En pocos días, más de noventa mil personas —cerca del 2% de la población adulta— fueron arrestadas y enviadas a prisiones y campos de concentración, acusadas de oponerse al régimen nazi. Los testigos de Jehová estaban un tanto preparados para lo que ocurriría. En el verano de 1937, varios miembros de mi congregación viajaron 350 kilómetros  en bicicleta hasta Praga para asistir a una asamblea internacional. Allí oyeron de las atrocidades perpetradas contra nuestros hermanos cristianos de Alemania. Era obvio que pronto nos tocaría a nosotros.
Desde el día en que los soldados de Hitler entraron en Austria, los testigos de Jehová se vieron obligados a reunirse y predicar en la clandestinidad. A pesar de que las publicaciones bíblicas se introducían secretamente por la frontera suiza, no había suficientes para todos los hermanos. De modo que nuestros compañeros cristianos de Viena producían publicaciones a escondidas. A menudo yo servía de correo y entregaba las publicaciones a los Testigos.
Me envían a un campo de concentración
El 4 de abril de 1939, tres compañeros cristianos y yo fuimos detenidos por la Gestapo mientras celebrábamos la Conmemoración de la muerte de Cristo en Bad Ischl. Nos trasladaron en automóvil a la comisaría de Linz. Aunque era la primera vez que viajaba en automóvil, estaba tan preocupado que no disfruté de ello. En Linz, fui sometido a una serie de interrogatorios insoportables, pero no renuncié a mi fe. Cinco meses más tarde, me llevaron ante el juez en Alta Austria y, de forma inesperada, me retiraron los cargos criminales. Sin embargo, mis problemas no terminaron allí. Mientras tanto, a mis tres compañeros cristianos los habían enviado a campos de concentración, donde murieron fieles.
Permanecí bajo custodia, y el 5 de octubre de 1939 me informaron que sería llevado al campo de concentración de Buchenwald en Alemania. Para trasladar a los prisioneros, había un tren especial en la estación de Linz, cuyos vagones estaban equipados con celdas para dos personas. El señor que encerraron conmigo era el ex gobernador de Alta Austria, el doctor Heinrich Gleissner.
El doctor Gleissner y yo entablamos una conversación agradable. Él estaba muy interesado en mi situación y quedó sorprendido de que aun durante su gobernación, los testigos de Jehová hubieran afrontado innumerables problemas legales en su provincia. Dijo con pesar: “Señor Engleitner, no puedo deshacer el daño, pero quiero pedirle disculpas. Parece que nuestro gobierno era culpable de corrupción judicial. Si algún día necesita ayuda, yo estaré muy dispuesto a hacer cuanto pueda”. Volvimos a vernos después de la guerra, y me ayudó a recibir una pensión de jubilación del gobierno que se otorgaba a las víctimas de los nazis.
“Te voy a disparar”
El 9 de octubre de 1939, llegué al campo de concentración de Buchenwald. Al poco tiempo, se le informó al encargado de la prisión que había un Testigo entre los nuevos reclusos, y así, me convertí en su blanco. Me golpeó despiadadamente. Cuando vio que no renunciaría a mi fe, dijo: “Te voy a disparar, Engleitner. Pero antes, voy a dejar que escribas unas palabras de despedida a tus padres”. Pensé en escribirles palabras de consuelo, pero cada vez que lo intentaba, él me pegaba en el codo derecho, y lo que hacía eran garabatos. Después se burlaba: “¡Idiota! No puedes ni siquiera escribir dos oraciones sencillas. Pero eso no te impide leer la Biblia, ¿verdad?”.
Acto seguido, sacó su pistola, apuntó a mi cabeza y me hizo creer que iba a apretar el gatillo, como mencioné al principio. Luego me echó en una celda pequeña y atestada de gente. Tuve que pasar la noche de pie. Pero de todas formas no habría podido dormir, pues tenía todo el cuerpo adolorido. Las únicas palabras de “consuelo” que me ofrecían los demás reclusos eran: “No vale la pena morir por una religión estúpida”. El doctor Gleissner, que estaba en la celda de al lado, oyó lo que había ocurrido, y dijo pensativo: “La persecución de los cristianos sigue asomando su horrible rostro”.
En el verano de 1940, a todos los prisioneros se nos mandó a trabajar en la cantera un domingo, aunque normalmente teníamos ese día libre. Fue una represalia por el mal comportamiento de algunos reclusos. Se nos ordenó que lleváramos piedras grandes de la cantera al campo. Dos prisioneros intentaron colocar una enorme piedra en mi espalda, y por poco me desplomo. En aquel momento, Arthur Rödl, el temido Lagerführer (encargado del campo), me rescató inesperadamente. Al verme sufriendo, me dijo: “No llegarás al campo con esa piedra en la espalda. Ponla en el suelo ahora mismo”. Obedecí con gusto. Luego señaló a una piedra mucho más pequeña, y dijo: “Levanta esa, y llévala al campo. Es más fácil de cargar”. Entonces se dirigió a nuestro supervisor, y ordenó: “Deja que los Estudiantes de la Biblia regresen a sus barracones. Ya han trabajado suficiente hoy”.
Al final de cada jornada, siempre disfrutaba de pasar algunos momentos con mi familia espiritual. Teníamos un sistema para distribuir el alimento espiritual. Un hermano escribía un versículo bíblico en un pedacito de papel y lo pasaba a los demás. También se había introducido secretamente una Biblia en el campo, la cual se dividió en libros. A mí se me encomendó el libro de Job por tres meses. Lo escondía en mis calcetines. El relato de Job me ayudó a permanecer firme.
Finalmente, el 7 de marzo de 1941, fui trasladado junto con una gran caravana al campo de concentración de Niederhagen. Mi estado siguió empeorando. Un día, se me ordenó a mí y a dos hermanos que colocáramos herramientas en unos cajones. Cuando terminamos, acompañamos a otro grupo de reclusos de regreso a los barracones. Un soldado de las SS observó que yo caminaba más lento que los demás. Se enojó tanto que, sin decir nada, me dio una fuerte patada por detrás, lo cual me ocasionó daño grave. El dolor fue terrible, pero de todos modos no falté al trabajo al día siguiente.
Liberación inesperada
En abril de 1943 se evacuó el campo de concentración de Niederhagen. De allí fui trasladado al campo de exterminio de Ravensbrück. Luego, en junio de 1943, me concedieron la inesperada oportunidad de salir del campo de concentración. Mi liberación ya no era condicional, es decir, no tenía que renunciar a mi fe. Solo tenía que concordar en hacer trabajos forzados en una granja por el resto de mi vida. Estaba dispuesto a hacerlo con tal de escapar de los horrores del campo. Al ir al médico de la prisión para que me hiciera un examen final, se sorprendió de verme. “¡Todavía eres testigo de Jehová!”, exclamó. “Así es, señor doctor”, respondí. “Pues, en ese caso, no veo por qué deberíamos dejarte ir. Aunque, por otro lado, sería un gran alivio deshacernos de una criatura tan arruinada.”
El doctor no exageraba. Mi estado de salud era lamentable. Tenía parte de la piel corroída por piojos, las palizas me habían dejado sordo de un oído, y mi cuerpo estaba cubierto de heridas supurantes. Después de cuarenta y seis meses de privaciones, hambre constante y trabajos forzados, pesaba poco más de 28 kilos . En esas condiciones me encontraba cuando salí de Ravensbrück el 15 de julio de 1943.
Fui enviado de vuelta a mi pueblo en tren sin custodia. Cuando me presenté en la sede de la Gestapo en Linz, el oficial me entregó los documentos que señalaban que había sido puesto en libertad, y me advirtió: “Si cree que lo estamos poniendo en libertad para que siga con su actividad clandestina, está muy equivocado. Que Dios lo libre si algún día lo vemos predicando”.
¡Por fin llegué a casa! Mi madre no había cambiado nada en mi habitación desde que había sido arrestado por primera vez el 4 de abril de 1939. Hasta mi Biblia estaba abierta sobre la mesita de noche. Me arrodillé y ofrecí una sincera oración de gracias.
Al poco tiempo recibí una asignación para trabajar en una granja de montaña. El granjero era un amigo de la infancia y me pagaba un pequeño sueldo, aunque no estaba obligado a hacerlo. Antes de la guerra, este amigo me había permitido esconder algunas publicaciones bíblicas en su propiedad. Cuánto me alegré de poder aprovechar aquel pequeño almacén de publicaciones para fortalecerme espiritualmente. Se satisficieron todas mis necesidades, y estaba resuelto a esperar en la granja hasta que terminara la guerra.
Me escondo en las montañas
Aquellos tranquilos días de libertad no duraron mucho. A mediados de agosto de 1943, se me ordenó que compareciera ante el doctor militar para un examen médico. Al principio dijo que no podía servir en el ejército porque tenía problemas en la espalda. No obstante, una semana después, el mismo doctor cambió el diagnóstico y puso por escrito: “Está en buenas condiciones para pelear en el frente”. Por algún tiempo, el ejército no logró dar conmigo, pero el 17 de abril de 1945, poco antes de que terminara la guerra, me encontró y me alistó para servir en el frente.
Surtido de unas cuantas provisiones y una Biblia, me refugié en las montañas cercanas. Durante cierto tiempo pude dormir al aire libre, pero el clima empeoró, y un día cayó medio metro  de nieve. Quedé empapado. Logré llegar a una cabaña ubicada a casi mil doscientos metros  sobre el nivel del mar. Temblando de frío, hice un fuego, me calenté y sequé mi ropa. Agotado, me quedé dormido en un banco frente a la chimenea. Un rato después, me despertó abruptamente un intenso dolor. ¡Estaba en llamas! Rodé sobre el suelo para apagarlas. Tenía la espalda cubierta de ampollas.
Con gran riesgo, regresé a escondidas a la granja de la montaña antes de que amaneciera, pero la esposa del granjero estaba tan asustada que me dijo que me fuera porque unos hombres me buscaban. De modo que volví al hogar de mis padres. Al principio, ellos también vacilaron en recibirme, pero por fin me dejaron dormir en la parte superior del granero, y mi madre curó mis heridas. Sin embargo, después de dos días, mis padres estaban muy inquietos, así que decidí esconderme en las montañas de nuevo.
El 5 de mayo de 1945, un fuerte ruido me despertó. Pude ver algunos aviones aliados que volaban a poca altura. En ese momento me di cuenta de que el régimen de Hitler había sido derrotado. El espíritu de Jehová me había fortalecido para aguantar aquella increíble prueba. Había experimentado la veracidad de las palabras de Salmo 55:22, que me habían consolado mucho al principio de mis pruebas. Había arrojado mi “carga sobre Jehová”, y, aunque estaba físicamente débil, él me sostuvo mientras andaba por “el valle de sombra profunda” (Salmo 23:4).
El poder de Jehová está “perfeccionándose en la debilidad”
Después de la guerra, la vida fue volviendo a la normalidad. Al principio trabajaba como obrero en la granja de mi amigo. Solo se me libró de la obligación de efectuar trabajos forzados agrícolas por el resto de mi vida en abril de 1946, cuando el ejército de ocupación estadounidense intercedió por mí.
Al terminar la guerra, los hermanos cristianos de Bad Ischl y del distrito que lo rodea empezaron a celebrar reuniones regularmente. Comenzaron a predicar con vigor renovado. Yo recibí una oferta de empleo como guardia nocturno en una fábrica, y así pude continuar mi precursorado. Con el tiempo, me establecí en la zona de St. Wolfgang, y en 1949 me casé con Theresia Kurz, quien tenía una hija de un matrimonio anterior. Mi querida esposa y yo estuvimos juntos treinta y dos años, hasta que ella murió en 1981, tras haberla cuidado durante más de siete años.
Después de la muerte de Theresia, reanudé el servicio de precursor, lo cual me ayudó a sobreponerme al gran sentimiento de pérdida. Actualmente soy precursor y anciano en mi congregación en Bad Ischl. Como estoy confinado a una silla de ruedas, ofrezco publicaciones bíblicas y hablo con las personas acerca de la esperanza del Reino en el parque de Bad Ischl o enfrente de mi hogar. Las excelentes conversaciones bíblicas que entablo son una fuente de mucho gozo para mí.
En retrospectiva, puedo decir que las horribles experiencias que tuve que aguantar no me amargaron. Claro está, hubo ocasiones en que me deprimieron, pero mi estrecha relación con Jehová Dios me ayudó a superar esos momentos de tristeza. Las palabras que el Señor le dirigió a Pablo, “mi poder está perfeccionándose en la debilidad”, resultaron ser una realidad en mi vida también. Ahora que tengo casi 100 años puedo decir al igual que el apóstol Pablo: “Me complazco en debilidades, en insultos, en necesidades, en persecuciones y dificultades, por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy poderoso” (2 Corintios 12:9, 10).