Extracto de la carta que el indio Seattle, jefe de la
tribu Dewamish, hizo llegar al presidente
de Estados Unidos, James Monroe
Esto sabemos:
La Tierra no pertenece al hombre, el hombre pertenece a la Tierra. Esto sabemos: Todo va enlazado, como la sangre que une a una familia. Todo va enlazado. Todo lo que le ocurra a la Tierra le ocurrirá a los hijos de la Tierra. El hombre no tejió la trama de la vida; él es sólo un hilo. Lo que hace con la trama se lo hace a sí mismo.
Ni siquiera el hombre blanco, cuyo dios pasea y habla con él de amigo a amigo, queda exento del destino común. Después de todo, quizá seamos hermanos. Ya veremos. Sabemos una cosa que quizá el hombre blanco descubra un día: Nuestro Dios es el mismo Dios. Ustedes pueden pensar ahora que Él les pertenece lo mismo que desean que nuestras tierras les pertenezcan pero no es así. Él es el Dios de los hombres y su compasión se comparte por igual entre el piel roja y el hombre blanco. Esta Tierra tiene un valor inestimable para Él y si se la daña provocaría la ira del Creador. También los blancos se extinguirán, quizá antes que las demás tribus. Contaminen sus lechos y una noche perecerán ahogados en sus propios residuos. Pero ustedes caminarán hacia su destrucción rodeados de gloria, inspirados por la fuerza del Dios que les trajo a esta Tierra y que, por algún designio especial, les dio dominio sobre ella y sobre el piel roja. Ese destino es un misterio para nosotros pues no entendemos por qué se exterminan los búfalos, se doman los caballos salvajes, se saturan los rincones secretos de los bosques con el aliento de tantos hombres y se atiborra el paisaje de las exuberantes colinas con cables parlantes.
¿Dónde está el matorral?
Destruido.
¿Dónde está el águila?
Desapareció.
"Termina la vida y empieza la supervivencia".